Subo al tren descarrilado camino a la chingada. Traigo la sangre caliente.

Saturday, September 25, 2004

El Botanero

Bajamos por Juan Ignacio Ramón y hacemos arribo. Vista desde afuera, quizás no promete mucho. Es una caja cuadrada como tantas otras en el Barrio Antiguo. Pero al entrar, se me cae el calzón como siempre. Yo pertenezco a este lugar. Es una cantina de las películas de Pedro Armendáriz con la diferencia de que aquí sí se admite la entrada a mujeres, el ambiente no es tan rústico y el cantinero no es “El Chicote.” Pero es el lugar que he buscado toda mi vida. Que a mi no me frieguen: aquí chupó Pedro con Chavela Vargas, María Félix se merendó a cuanto hombre quiso en la mesa de honor y seguro hasta Doña Sara García se zumbaba sus rompopitos en la barra. Los mariachis irrumpen en el lugar y se echan el repertorio entero de Juan Gabriel. Los meseros que van y vienen (“¿más frijolitos con petróleo?”, “ora échese unas memelas que están a todo mecate”, “el chicharrón no se queda atrás”) se han convertido en compadres. Es mas, tengo una amiga que conoce a sus señoras e hijos. Risas desquiciadas. Esto es un palenque. Beber, beber y beber hasta la madrugada. Observo y estallo.

Recojo mi calzón y agárrenme. Es increíble encontrar un bar en Monterrey que no es mamón como todos los demás. Aquí la cosa es otra. El techo se puede abrir en cualquier momento para dejar descender a Lola Beltrán, Lola la Grande, Lola mi amor, empinándose una botella de mezcal y haciéndome chillar con: “sabes mejor que nadie que me fallaste...”. Lucha Villa, ya repuesta de sus males, tumba la puerta de un jalón seguida por dieciocho mariachis y se suelta con ese desenfado tan sensual, tan suyo: “si ya estás decidido a buscar otra vida, pos agarra tu rumbo y vete...”. Háganse a un lado que ahí viene Rocío Durcal bailando de cachetito con Don Pelusa, fiel capitán del Botanero, al compás de: “te pido porfavor de la manera más atenta que....”. La sangre hierve, la euforia cimbra y los comensales no pueden más. De sus asientos gritan, cantan, besan, golpean, fajan, bailan, filosofan, vomitan, juegan, lloran. ¿Y qué? Sigan tocando, muchachos. Ahora “Soy Infeliz” y que la entone Chuyito, el mesero estrella. Todos abordamos un tren descarrilado camino a la chingada. Que Dios nos bendiga, que suceda de todo. Cerremos los ojos y vámonos por el barranco.

Alfredo llega a mi mesa. Es el dueño así que me levanto a darle un abrazo de oso que casi le saca el aire. Me recomienda la cochinita pibil y se lo agradezco, pero yo no me separo de los tequilas. Sujeto sus hombros y lo miro a los ojos: “Escúchame bien, Alfredo. Quiero que me hagas precio porque algún día voy a cerrar este lugar para celebrar mi boda.” Aún no tengo novia, pero eso es lo de menos (estoy entre Lolita Cortés o Chata, mi novia de quinto de primaria). Además, lo hago jurar que no rentará el local para cualquier boda antes de la mía; yo quiero ser el primero y punto. Alfredo me jura y perjura pero creo que lo hace sólo para zafarse porque ya le di miedo. Al sentarme de nuevo, Esthercita, que también es mi compadre, me tira una cuba encima y me molesto. “Estás borracha, Esther.” Me levanto y me doy en la madre con un poste atrás de la mesa. Esthercita se carcajea tanto que tiene que correr al baño y, lo que es peor, llega antes que yo.

Son más de las dos de la mañana. Las luces enfurecidas y Esthercita y yo bailamos “Qué Bonito es Chihuahua” como si fuera melodía de enamorados. A nuestros lados, las sillas ya están sobre las mesas y sólo queda Don Pelusa adormecido en un rincón, esperando poder cerrar. Cuando la borrachera nos despeja el juicio, nos enfilamos hacia el carro pero Esthercita saca un poco de sensatez quién sabe de donde y pide un ecotaxi en su lugar. No me doy cuenta cuando bajamos por Juan Ignacio Ramón. Mañana hay cruda.

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